Una historia con acordeón
Por Álvaro Cepeda Samudio*
El nacimiento del Cesar
Domingo 26 Diciembre 2004
I. Los caballos de María Concepción
El
departamento del Cesar se hizo «a golpe de acordeón»: sin Escalona y
sus cantos vallenatos no habría sido posible lograr que la opinión
colombiana, unánimemente adversa a los nuevos departamentos, se hubiera
puesto, unánimemente también, dentro de la idea de darle límites
geográficos al territorio y a los personajes ya delimitados y descritos
tan minuciosa y claramente por los cantos vallenatos de Rafael Escalona.
Ninguna
otra región de Colombia cuenta con una crónica más precisa y extensa de
su época, sus lugares y sus gentes como el Cesar. Escalona, el gran
romancero de este tiempo, relata en sus cantos la geografía de su
región, nombra su topografía, anota sus ríos, enumera sus municipios,
indica el modo de viajar de un sitio a otro, cataloga su fauna,
determina sus cultivos, establece sus orígenes históricos, cuenta su
vida diaria, exalta las realizaciones de sus hombres, se burla de sus
necedades amorosas, indiscretamente ventila en público su vida pasional y
puebla sus valles y montañas con los personajes que habrán de
perpetuarla.
El Cesar es un territorio de personajes; no existe
la personalidad media: sus gentes, o crecen desmesuradamente hasta
convertirse en casi leyenda: Alfonso López, Pedro Castro, el doctor
Molina, Enrique Maya -que propició el matrimonio entre las imágenes de
San Antonio y Santa Rita en un desesperado antiexorcismo para que
lloviera y se le secaran las sementeras -o se desvanecen innominadamente
alrededor de los acordeones, en un gran círculo amable, quieto y sin
cara.
Y esto no es una casualidad: tiene sus antecedentes en
aquella mujer que en una mañana del 4 de febrero de 1813 obligó,
convenció, amenazó, encantó, persuadió a los cabildantes de Valledupar
para que se reunieran en la casa donde hoy viven Hernando y Consuelo
Molina, y proclamaran la independencia de la ciudad del dominio español.
Doña María Concepción Loperena de Fernández de Castro, «mujer libre, de
origen realista pero hoy republicana», como se describió a sí misma en
el Acta de Independencia de Valledupar que ella redactó e hizo firmar
por los notables del pueblo, estableció con su sola presencia y el
atrevimiento de sus acciones el imperio de los personajes en la región
del Cesar.
La historia de María Concepción Loperena no se ha
contado completa todavía. Pero hay un hecho en su actitud que contrasta
significativamente con nuestras más conocidas y celebradas figuras de la
independencia: mientras en el interior del país los instigadores de los
movimientos separatistas se contentaban con las resonantes proclamas y
su único aporte consistió en maladaptar discursos de la Revolución
Francesa, María Concepción Loperena, mujer de acción y pocas palabras,
se limita a decir: «Proclamo libre e independiente a esta ciudad de
Valledupar del gobierno español y la someto a los auspicios del Supremo
Presidente Jorge Tadeo Lozano y hago sabedores a todos los aquí
presentes que la ilustre ciudad está por esta acta, ahora que son las
diez de la mañana, libre y dispuesta a luchar por conseguir la
libertad». Y luego, sin mayores aspavientos, va a lo concreto: «Pongo a
disposición del general Simón Bolívar trescientos caballos de mis
haciendas que llevaré en persona al ilustre general».
Se imagina
uno a esta vallenata rodeando su caballada a la cabeza de un montón de
mozos; entrando con gran alboroto a la sosegada planicie de Patillal;
rompiendo cascos en los pedregales de Badillo; vadeando el Cesar y el
Ariguaní; y, roja del polvo de Guacoche y de furia libertadora,
entregarles a los asombrados emisarios de Bolívar los trescientos
caballos.
No es extraño, después de conocer a María Concepción
Loperena, entender el aporte vallenato al carácter y a la personalidad
del presidente Alfonso López Pumarejo, como que un antepasado suyo, José
María Pumarejo, fue uno de los que firmaron el Acta de Independencia de
María Concepción, y, sin duda, le ayudó a juntar los trescientos
caballos.
II. El robo del AlmiranteA Badillo le
han robado todo. No solamente la custodia que «un ratero honrado» cambió
«esta reliquia tipo colonial», «muy linda y pesada», por «otra
liviana», sino, también, le han quitado al almirante José Prudencio
Padilla. Cuenta Colás Guerra, frente a la puerta de la iglesia colonial
de Badillo Una historia con acordeón -la misma puerta de la misma
iglesia donde va a tener que pararse con una cuarenta y cinco y «a
ninguno con sotana dejarlo pasar»-, que Padilla nació en Badillo, hijo
único de María Padilla, cuya casa está justo al frente de la iglesia, al
lado de la del compadre Gregorio, que guardó por tanto tiempo y tan
celosamente la custodia antes de que el cura se la llevara. Pero que,
siendo muy joven un tío suyo, Pedro Padilla, se lo llevó a pasear a
Riohacha, adonde iba a conducir un cargamento de «palo del Brasil».
En Riohacha se perdió el almirante, y en Badillo se le dio por muerto: más precisamente, asesinado por los indios guajiros.
Cuando
María Concepción ofreció sus trescientos caballos, Bolívar envió tres
de sus generales a recogerlos; la escena en el atrio de la iglesia de
Badillo es de novela radial: las gentes del pueblo se apretujan en la
puerta para ver a los generales que hablan con María Concepción dentro
de la iglesia; la conversación es corta; los generales reciben sus
caballos, se despiden de María Concepción y salen.
Padilla pasa
detrás de una mujer pequeña y vestida de negro que mira, tal vez con
tristeza y presentimiento, los hombres extraños y llenos de polvo; se
detiene un momento y, tomándola por los hombros, le dice: «¿No me
conoces? Soy José Prudencio».
La anciana se desploma en los
brazos de Padilla que, llorando, la carga delicadamente y atraviesa la
plaza del pueblo hasta la casa de su madre. No puede quedarse mucho
tiempo: Bolívar necesita los caballos de María Concepción para la
campaña de Venezuela. Pero promete regresar. No lo hizo nunca. Lo
mataron antes de que pudiera volver a ver a su madre en Badillo.
Pepe
Castro dice que la historia de Colás Guerra y de Gregorio es cierta, y
asegura que la partida de bautismo del almirante está en San Juan.
III. Los cantos de EscalonaEn
la casa del doctor Hernando Molina -«eminente y capacitado, fuma tabaco
y habla de todo y tiene muy buena reputación, fue magistrado con gran
decoro pero ahora no cambia su chinchorro ni por la silla del
gobernador.»- una moderna María Concepción, Consuelo Molina Céspedes y
su esposo Hernando -cuyo antepasado, José Dolores Céspedes, fue otro
de los firmantes del Acta de Independencia y quien, sin duda alguna,
anduvo también juntando caballos para Bolívar- mantienen vivo el culto
del canto vallenato.
En la casa de Hernando y Consuelo Molina
fue donde María Concepción Loperena reunió, hace 150 años, a los
cabildantes para proclamar la independencia de Valledupar. En esta misma
casa se sigue hoy confabulando: se confabula contra los que quieren,
inútilmente, ahogar la tradición del acordeón y del canto vallenato, y
las actas de independencia que se firman contra el esnobismo están
respaldadas por los acordeones de Colacho Mendoza, Toño Salas, Emiliano
Zuleta, Gustavo Gutiérrez, Hugues Martínez, y llevan los mismos
apellidos que aparecen en la del 4 de febrero de 1813: Castro, Molina,
Céspedes, Pavajeau, Baute, Pumarejo, Quintero, De Armas.
En esta
casa todo resuena con el canto vallenato del compadre Escalona: entrar a
sus amplios corredores rojos, pasar bajo sus arcos gruesos, sentarse
bajo el inmenso cañaguate del último patio, es conocer el santuario
mismo del vallenato. Esta casa, como la amistad de Hernando y de
Consuelo Molina, no tiene puertas cerradas que limiten sus espacios a
nadie. Cuando en la plaza con el busto del presidente López Pumarejo -al
que ya Pepe Castro le arregló la nariz y lo barnizó de un color feo «de
perro corriendo», cuando debió ser de rojo-, se oyen el acordeón de
Colacho o la voz de Poncho Cotes cantando, la casa comienza a llenarse
de gente y el pueblo todo, de música vallenata.
Escalona no es un
compositor de música popular: es un relator de su época, del paisaje de
su región y de sus gentes. Es más propiamente un periodista que un
músico, un cronista cuyo único antecesor en Colombia es Juan Rodríguez
Freyre. Y esto lo hace único y hace que sus cantos sean lo más
importante del folclor colombiano hasta hoy. Su autenticidad, la
limpieza y claridad de su lenguaje, la precisión de sus metáforas, el
realismo de sus imágenes, la lógica contundente, inescapable, de sus
descripciones
(Aunque digan que es calumnia
del pueblo de Badillo
ellos con mucha razón
han presentado sus pruebas:
no tiene el mismo tamaño
ni pesa lo mismo,
no tiene el mismo color:
entonces no es ella.
«El que tiene es el que pierde»:
eso dice Socarrás;
ese dicho es pa' Enriquito,
porque yo, Escalona, yo no pierdo ná)el
lirismo de su poética, la ternura y humanidad que hay en todos sus
cantos y la constante cualitativa de su obra, lo singularizan y lo
distinguen y lo separan definitivamente de la gran mediocridad de
nuestra música popular.
Al contrario de lo popular, que apela a lo más elemental de los sentimientos, Escalona los eleva:
El que no vuela, no sube
a vé a Adaluz en las nubes;
el que no vuela no sube allá
a vé a Adaluz en la inmensidad...Los
cantos de Rafael Escalona son populares porque zarandean con su
imaginería la imaginación del hombre, definen su tristeza y alegran su
alegría.
IV. El chicote de AtanquezAl revés de
los pueblos de montaña, Atanquez no trepa hacia la Sierra Nevada: las
casas descienden por una vertiente buscando un plano, un sitio donde
descansar, un sitio donde poder abrir un patio, porque las casas de
Atanquez no tienen patio y la sala está separada de la cocina por una
calle, y los cuartos de la misma casa pueden estar perfectamente
situados en la acera de enfrente.
Pero lo que hace de Atanquez un
pueblo diferente a todos los pueblos del departamento del Cesar no es
el constante atravesar las calles de sus gentes que van de una
habitación a otra. Lo que distingue a Atanquez es el chicote, una música
que no tiene nada que ver con el vallenato, y una danza cuyos pasos en
corro entrelazado de parejas a la altura de los hombros y los amplios y
lentos saltos tienen más de analogía con los bailes de las islas griegas
que con los reservados, casi enanos y taciturnos indios koguis que
viven en las alturas de Atanquez.
El chicote no es un baile
popular; es un rito. Y la única forma de participar en este rito es ser
amigo del compadre Gonzalo Mendiola, «Gran Mamo» de Atanquez.
El
compadre Mendiola, alto, pétreo como la montaña oscura, y tan amable y
servicial que no parece laureanista, da la orden de comenzar el chicote.
Poco a poco la sala se va llenando de gentes que se sientan contra las
paredes, dejando un gran espacio en el centro para las parejas. De un
rincón comienza a salir la música monótona, triste, increíblemente
triste, de los carrizos: la «hembra», con su nota única, sostiene el
ritmo
de la danza, sordamente acompañada por la maraca solitaria
con que Víctor Oñate -que cuando joven era tan buen mozo que «se pasó de
bonito», y ahora lo llaman el «Pasao»- apoya la melodía de su carrizo
macho.
Rafael Alejandro canta los problemas del pueblo, y todos
sus versos llevan una crítica melancólica a los que no hacen nada por
mejorar la situación de Atanquez y de la humanidad en general.
Del
otro extremo de la sala sale ahora la voz optimista, alegre, frívola,
como un contrapunto a la tristeza de la música, de Miguel Sarmiento. Y
comienza el duelo, y comienza el baile encabezado por el compadre
Gonzalo, que es el más ágil, más incansable y mejor bailador de chicote
en toda la región de Atanquez.
Las parejas se trenzan y
destrenzan en movimientos lentos y acompasados; la rondalla se hace y
deshace; se agrupan y esparcen por toda la sala; se forma una larga fila
que vuelve sobre sí misma intercambiándose las parejas.
Por horas y horas el taconeo con que se inician y terminan los saltos marca las pausas de la música.
Súbitamente, el compadre Gonzalo Mendiola para la danza. Su voz, la más alta y más clara de todas, suena por todo el pueblo:
Hoy, señores periodistas,
les queremos informar
que aquí la CVM
no nos deja trabajar.
Les canto con emoción
y mi lengua les refiere:
aquí esperamos que ustedes
nos busquen la solución.Y termina el chicote.
* La crónica hace parte del libro de Daniel Samper 'Antología de grandes crónicas colombianas', editado por Aguilar.
**
Álvaro Cepeda Samudio (Barranquilla, 1926 - Nueva York, 1972) fue
cinematografista, novelista (La casa grande), cuentista y periodista.
Graduado en periodismo en la Universidad de Columbia (Nueva York),
tendió un puente entre las letras estadounidenses y las colombianas, que
hasta entonces miraban solamente hacia Europa. Su labor como periodista
recorrió prácticamente todos los escalones, pues fue redactor,
columnista, editor y director de El Diario del Caribe. Colaboró a menudo
con El Tiempo. Considerado un maestro por la generación que siguió sus
pasos, reivindicó la reportería como valor absoluto y base indispensable
del periodismo, en tiempos en que tenía más prestigio ser columnista
de opinión o editorialista. Formó parte del Grupo de Barranquilla o
Grupo de la Cueva, de gran influencia en la literatura y el periodismo
colombianos de la segunda mitad del siglo XX. A fines de 1967, cuando se
gestaba el nacimiento del Cesar como departamento, El Tiempo envió un
equipo de periodistas a la zona, con miras a preparar una edición
extraordinaria. Álvaro Cepeda Samudio viajó desde Barranquilla a
acompañar el equipo y se encargó de escribir varias crónicas, en su
mayor parte notas breves, que estuvieron enfocadas principalmente sobre
los anales y la música de la región. «Una historia con acordeón» (título
de esta antología) reúne cuatro de las crónicas de Cepeda, aparecidas
todas el 20 de diciembre. Juntas, son un mosaico nervioso y eficaz de
una esquina del mapa colombiano rica en personajes singulares y cultura
musical.